Sobre los corderos




Tras el brote de gripe los comercios solo abrían por las mañanas. Así que cuando aquel viernes llegamos a las seis de la tarde, nos encontramos al carnicero descargando la furgoneta, pero no nos atendió. Al día siguiente volvimos a intentarlo. Había cinco personas haciendo cola en la puerta. Solo podía entrar un cliente cada vez y el resto debería permanecer en la calle.

Los buitres planeaban largamente mecidos por la corriente de los vientos que circulaban entre los cortados. Más abajo se encontraba el páramo y un poco más allá unas casas que se utilizaban para dar cursos sobre ecología y conocimiento del medio. Todo transcurría ante la mirada de los buitres, ya que las personas que transitaban por la zona no entendían muy bien lo que estaban viendo, acaso porque tampoco era cuestión de entender nada. De alguna forma es algo humano no entender muy bien lo que vemos o lo que tenemos delante de las narices.

Finalmente entré a la carnicería. Tres corderos colgaban de sus quijadas y el sanguinolento ojo del que estaba más próximo tenía su pupila clavada en la mía. Durante un instante intenté no parpadear. Qué idea tan peregrina intentar no parpadear. Pedí las cuatro cosas que llevaba anotadas en una hoja. Nada tenía que ver con corderos. Ni chuletas, ni paletillas, nada. Pagué la cuenta y me despedí con un “hasta la próxima”. No pude evitar volver la mirada cuando crucé el umbral de la puerta.

Una bandada de buitres sobrevolaba la zona en la que nos encontrábamos. Empezaron a salir de las rocas por la izquierda y por la derecha. Aparentemente sin un propósito, sencillamente salieron. Unos de la parte alta de los farallones, otros cambiaron la trayectoria de su vuelo y se reunieron con ellos. Comenzaron a moverse en círculos como si algo les llamara la atención. Una ligera brisa movía las hojas de los árboles. Por el río bajaba agua, pero no demasiada. Hacía calor. Debíamos regresar a casa.




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